Ciao, Camelia, Ciao

          A primera hora de la mañana, la vecina de enfrente sacó una gran bolsa de basura de casa y la arrastró hasta el contenedor verde que había en la calle. La señora Camelia, mi vecina desde que tengo uso de razón, una mujer afable, pero con un rictus que hacía entristecerse al que se cruzara con ella, miró con decisión a ambos lados de la angosta carretera y, acto seguido, tiró en el contenedor verde de la esquina aquella bolsa enorme con toda la fuerza, que parecía haber perdido hacía años. En ella, se encontraba la inmundicia de sus años, la polvareda de sus anquilosados recuerdos y la porquería de lo más recóndito de su alma; en ella se hallaba todo aquello que debería haberse marchado el día que su marido Amadeo pasó a mejor vida.  Sin embargo, esclavizada por una absurda nostalgia decidió dejarlo  hasta que se liberó de ella definitivamente, de ese pasado de flores y alcohol barato. ¡Sí! ¡Tenía que empezar a vivir! ¡Qué paradoja! Tenía que vivir cuando apenas le quedaban unos pocos telediarios. Tenía que liberarse de las montañas de margaritas disecadas y descoloridas impregnadas con ron de la peor calidad.

         ¡Sí! Amadeo pensaba que con esas ingentes cantidades de flores tontas, propias de los jóvenes enamorados, lograría reconquistar a su esposa, pero no, ella se había marchado hacía muchos años a pesar de que compartían el mismo techo. ¡Sí! La señora Camelia, Came para los pocos amigos que aún conservaba, se había cansado de batallar en sendas perdidas, de intentar que su marido se curara y abandonara la “no vida” que llevaba, aunque siempre fue en vano. Por eso, el día del arrastre de la bolsa de basura, del cubo verde y de esa fuerza, que no parecía suya, pudo gritar también al mundo: ¡Hasta siempre, Amadeo, hasta siempre! ¡Hasta siempre, Came del pasado, hasta siempre! ¡Hasta siempre, flores tontas, hasta siempre! ¡Hasta siempre, recuerdos sin recuerdo, hasta siempre!

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Silencio. Más silencio. La nada y nada más.

Silencio. Más silencio. La nada y nada más. Un batallón de gotas furtivas que luchan en un viejo lavabo descascarillo por salir de su sinrazón eterna. De repente, la nada y nada más. Pasos. Más pasos. Mis pasos. Yo también quiero marcharme, escapar de mi miserable existencia; necesito huir de mi pasado, de mi presente y, sobre todo, del futuro acuciante, de ese desconocido, de ese absoluto interrogante que me aturde sin cesar.

Necesito acabar con ese cúmulo de entelequias e historias anodinas que todavía se esfuerzan por mantenerme con un hálito de vida, pero me niego a continuar así; no quiero seguir dándome lástima; no quiero que mi desvencijado corazón funcione a medio gas; no quiero embriagarme de esta impuesta soledad.

Silencio. Más silencio. La nada y nada más. Presente. Pasado. Futuro. Ideas vanas. Una gota. Dos gotas. Tres gotas. Un batallón de gotas. Demasiados pensamientos y mis pasos. Demasiados pasos torpes, vacilantes, desconcertados, deseosos de escapar, de huir de una existencia que ya no les pertenece, de una existencia que solo les ha reportado dolor, desesperación y más desesperación.

Ahora que todos me han abandonado por culpa de mis eternos desvaríos, ahora, ¿qué me queda? ¿Qué puedo hacer? Estoy sola, sola ante mi yo, mi peor enemigo. Y, ¿qué me queda? Un pasado agónico, que camina renqueante por sendas extraviadas, un presente inerte y un futuro sin futuro.

Silencio. Más silencio. La nada y nada más. Pasos. Mis pasos. Demasiados pasos. La puerta de la buhardilla entreabierta y su angosto ventanuco, que me susurra agitado por el impertinente viento invernal: “¡Ven, ven! ¡Acércate un poco más! ¡No temas! ¡Pronto se acabará tu sufrimiento!”

Pasos quedos, pasos que luchan contra un destino inexorable, buscado pero siempre negado. Ecos del batallón de gotas en la lejanía. Pasos. Más pasos. Mis pasos. Crujidos de madera carcomida plagada de termitas insaciables. Termitas, termitas, termitas… Sí, yo siempre me he tenido por menos que una de ellas; siempre escondida entre las rendijas de mi pobre realidad; siempre de espaldas a cualquier instante de dicha.

Crujidos. Pasos. Más pasos. Silencio. Más silencio. La nada y nada más. El ventanuco, de repente, se abre por completo. Sabe incluso mi nombre y lo repite de un modo incansable para llamar mi atención entre susurros gráciles y medidos. Entonces me aproximo, soy incapaz de rechazar aquella fuerza endiablada que me arrastra. Mi anfitriona me espera y yo no estoy en disposición de hacerle perder ni un segundo.

Pasos titubeantes. Pasos deseosos de libertad. Pasos anhelantes de un mañana mejor, de un mañana sin mañana. Crujidos de termitas. Crujidos de mi interior. Crujidos de  mi alma. Crujidos de mi nada. La nada y nada más. Un portazo certero. Mi nuevo universo me reclama, ya no sabe qué signos mostrarme para que termine de decidirme: las gotas, la puerta, las termitas, el viento, la ventana…

Me acerco al vano, miro a través de él, pero mis sentidos apenas alcanzan a divisar unas nimias sombras amoratadas. Tiemblo. Me alejo. Me acerco. Me alejo. Me acerco. Soy partícipe de una danza dubitativa, que me estremece, aunque me resisto a abandonarla.

 Me alejo, me alejo bastante hasta que un impulso etéreo, aquel que se había mantenido adormecido durante décadas, despierta de su amargo letargo y sale en mi auxilio; me transporta grácilmente hasta el ventanuco expectante y mis sentidos se paralizan por completo. La noche me aguarda, me mira, me sonríe, me arrulla y me canta blandas melodías maternales. Me siento reconfortada, más reconfortada que nunca. Cuento tres. Tres gotas. Dos. Dos gotas. Uno. Una gota. Seguro que ellas también han logrado liberarse de su abulia existencial.

El alféizar de mi anfitriona me sirve de columpio. Mi balanceo impetuoso hace que comience a levitar, que deje de pertenecerme, que me embargue un gozo eterno jamás sentido. ¿Y ahora? ¿Qué me queda? ¿Qué puedo hacer? Silencio. Más silencio. La nada y nada más.

Rumbo a mi niñez

“¡Papá! ¡Papá! ¿Falta mucho?”. Solía repetirle aquellas palabras a mi padre, sin cesar, hasta que me respondía en un tono que rozaba el aburrimiento “No, Esther, estate tranquila, que ya casi llegamos, venga, no te pongas nerviosa”. Volver a Budia cada verano, al corazón de la Alcarria, a casa de mis abuelos maternos Vicente y Fidela para mí siempre constituía un motivo de júbilo absoluto: compartir confidencias con mi abuela, dejar que mi abuelo me hablara con los silencios y me dibujara cada día el mismo jilguero, dar largos paseos hacia la Ermita de Santa Ana o merendar en el poyo un bocadillo de pan con chocolate Nestlé extrafino, constituían todo mi pequeño universo.

Ahora, después de aquellos maravillosos años y, tras el viaje que mis queridos abuelos emprendieron hace más de una década para no regresar, he decidido volver con mi marido Fer a esta tierra que tantas alegrías me ha dado. Sí, aunque cueste creerlo, la fuerte melancolía me ha impedido durante este tiempo reencontrarme con la Esther pequeñita, que habita encerrada entre los muros de Villa Poli, la casa de mis abuelos y la que había sido en tiempos de la Guerra Civil la panadería de mis bisabuelos maternos Policarpo y Faustina.

Fer me mira, me lanza una sonrisa efervescente y yo se la devuelvo al instante, aunque prefiero mantenerme en calma, sosegada, callada para intentar disfrutar de cada una de las estampas que me ofrece el recorrido. Alcampo, el centro comercial Cuadernillos, la fábrica de aperitivos Flaper y la de Mahou, que mantienen una batalla campal por ver cuál de las dos es la que expulsa los vapores más negruzcos y contaminantes, se van quedando atrás, pero a mí no me da ninguna pena. Al contrario, necesito escapar del mundanal ruido, aunque sea por unos días. Fer, yo, el silencio y el paisaje lo constituyen todo para mí en este instante de felicidad.

¡Anda! El toro de Osborne en el mismo sitio de siempre. Justo, ya estamos en Guadalajara y mi estómago lo sabe a ciencia cierta, un ejército de hormigas entusiastas comienza a recorrerlo con pasos vertiginosos para quedarse ahí. Y mi corazón, ¿qué puedo decir de él? Empieza a latir desmesurado mientras intenta salirse de mi cuerpo, me golpea con fuerza y… Vale, lo reconozco, estoy nerviosa, muy nerviosa, completamente nerviosa, soy un puñado de nervios anhelantes de recuerdos, ¿y qué? ¿Acaso otra persona en una situación semejante no se encontraría así? Nerviosa, sí, y un poco mareada, también. Las dichosas curvas de Tendilla siempre me han traído por el camino de la amargura y mi madre, una previsora nata, que me conoce más que yo misma, siempre llevaba preparado el kit de emergencia al lado de su asiento: una bolsa de plástico de Simago, unas toallitas de bebé  para quitarme los restos del desayuno y unos chicles Boomer de fresa ácida para eliminar aquel trago amargo. No había ni una sola vez que no tuviera que echar mano de aquello.

Es curioso pero, ahora, aguanto de una manera estoica mis ganas de echar hasta la primera papilla aunque mi cuerpo, que es un chivato de los grandes, se encarga de hacer saltar todas las alarmas. Mi tez pasa de un tono sonrosado de amapola a un blanco nuclear y mi marido, que también me conoce bastante, me sugiere que paremos, pero yo le digo que estoy bien, que es cuestión de minutos, que con bajar la ventanilla es más que suficiente. Así, el aire majestuoso y embriagador de la Alcarria comienza a colarse por cada uno de los recovecos de nuestro recién estrenado Opel Vectra y me trae, de nuevo, a la vida para permitirme que siga disfrutando del viaje: campos áureos de trigo y cebada, que me dicen adiós entre titubeos, colonias de girasoles que bailan acompasados una danza armoniosa que parece hecha para mí, gorriones que con su ligero trinar se encargan de poner banda sonora a nuestro camino, conejos extraviados que nos provocan más de un susto o mosquitos despistados que chocan enérgicos contra los vidrios del vehículo.

Parece que todo es nuevo, pero sigue igual que antaño. Nuevos son mis ojos, nueva es mi forma de ver el mundo, nueva es la alegría que me embarga y que me permite disfrutar de cada mínimo detalle. Nuevo es regresar a una parte de mi alma con mi marido. Nuevo es encontrarme contigo, Budia. Nuevo es todo, todo es nuevo. Incluso el desvío de la gasolinera del Berral parece distinto, pero no, esos destartalados surtidores continúan impertérritos y su pequeño restaurante también se resiste al cambio y sigue manteniendo los precios del menú en pesetas.

¿El Berral? ¿He dicho el Berral? ¡Vaya! Diez kilómetros de nada dispuestos en línea recta y ya estamos en casa. ¿Diez? Uy, pero si ya son ocho y ahora cinco ¡Qué rápido está sucediendo todo! ¡Vaya! Al fondo, en lo alto de un pequeño monte, mis ojos refulgentes alcanzan a divisar la Ermita de Nuestra Señora del Peral de Dulzura, aquella a la que la abuela le tenía tanta devoción; aquella a la que le pedía por cada uno de nosotros; aquella a la que le dijo que, si no se encontraba demasiado bien en este mundo de locos, se la llevara a la Casa del Padre y parece que le hizo caso. Adiós, Virgen del Peral, adiós; quizá pronto te hagamos una visita.

Y, ya, a nuestra derecha, la desvencijada Fábrica de Harinas, que llora su suerte, aquella que dio de comer a la mayoría de las familias del pueblo y que se fue a la quiebra por la mala gestión de sus propietarios, también se queda atrás. Adiós, adiós.

Sí, ahora sí, el corazón y ese ejército de hormigas, se mueven más impetuosos si cabe; ellos saben, tan bien como yo, que nos acabamos de topar con Villa Poli para pasar unos días de pan con chocolate, conversaciones cargadas de complicidad en el silencio o embriagarme del perfume de los recuerdos de mi niñez. Sí, mi querida Budia, por fin nos encontramos; aquí tienes a tu hija pródiga, no tengas en cuenta la promesa incumplida de regresar cada verano; no tengas en cuenta ese abandono temporal; no, de verdad, no lo tengas en cuenta, no, por favor, no, que la melancolía me ha mantenido atada hasta hoy.

 

La gran cosecha

Era el diecinueve de mayo de 1981 y los habitantes de Cabezuela del Valle se encontraban inmersos en plena recogida de su fruta más preciada: la cereza. Todo estaba dispuesto para la ocasión: temporeros venidos de otros pueblos, medios de transporte que discurrían con paso acelerado y bolsillos vacíos deseosos de llenarse de importantes sumas de dinero, había sido su año; ninguno podía creerse que los implacables e inoportunos aguaceros primaverales les hubieran concedido una tregua semejante.

Así, la gran cosecha era el tema de conversación favorito de los ancianos. Martín, el boticario, no salía de su perplejidad y comentaba que no recordaba un hecho así desde 1945. Pepe, el cartero y alguacil, asentía sin cesar a las afirmaciones de su compañero de batallas y, Luis, el sacristán, permanecía tan asombrado como los otros, incapaz de dejar caer ni una palabra. En verdad era cierto, muy cierto, completamente cierto, lo que decían aquellos venerables hombres, aunque también lo suponía aquel detalle que todos deseaban olvidar y que, Policarpo, el sacerdote, con su característica voz grave y cavernosa, empezó a relatarles en clave de homilía: “Sí, sí, no he hallado ningún elemento de mentira en vuestros comentarios; este 1981 jamás lo olvidaremos, pues se encontrará repleto de bendiciones; el pueblo se enriquecerá, la gente se endiosará y empezará a adorar a otro dios: el dinero; todos se acabarán olvidando del Dios Unigénito y Trino, que trae la salvación del mundo y, antes de que cante el gallo, tendrá lugar un acontecimiento trágico, que enturbiará cualquier resquicio de luz, ¿o acaso vuestra memoria es tan frágil que os sentís incapaces de recordar lo que le sucedió a la pobre de Palmirina Sánchez, la hija de Luis Sánchez, el que fuera el terrateniente más importante del lugar en aquellos tiempos?»

En ese preciso instante, se abrió paso un silencio sepulcral, ninguno de los presentes se atrevía a responder, aunque en sus mentes permanecía intacta la imagen de la muchacha; una imagen que estremecía sus corazones y hacía erizar sus vellos cada vez que era traída al presente; una imagen que no podían dejar aparcada en la cuneta de sus almas por mucho empeño que pusieran; Palmi, como era conocida en Cabezuela, la muchacha de los cabellos de panocha, la tez de melocotón y los ojos de estrellas, apareció asesinada, en la finca de su padre, entre cerezos centenarios y frutos maduros esparcidos por la fértil tierra. Su torso permanecía desnudo, sus brazos estaban dispuestos en cruz y sus piernas se hallaban semienterradas; apenas mostraba signos de violencia excepto unos nimios rasguños en las manos y en el rostro y un rosario de hematomas en el cuello, que abarcaban todas las tonalidades de morado.

De repente, Martín, rompió el incómodo silencio, que se acababa de hacer tras las palabras de Policarpo, y comentó entre dientes: “El corazón, ese corazón, ese corazón…” y los presentes, excepto Poli, se santiguaron tres veces seguidas guiados por el temor y la superstición. Acto seguido, el hombre continuó, ya con un tono de voz un poco más enérgico: “Ay, ese corazón a la altura del suyo; ay, ese corazón con las palabras Tú y yo… Seguro que debe tener un significado oculto, seguro”. De nuevo, los ancianos volvieron a callarse durante unos segundos y luego empezaron a emitir teorías infundadas, pues las causas del asesinato no se habían esclarecido aún. Unos, pensaban que el crimen fue pasional; otros, consideraban que la venganza fue el detonante, el padre de la muchacha era un hombre que se había enriquecido a costa de explotar a sus trabajadores. Y otros, la mayoría, preferían el silencio como respuesta para no atraer, de nuevo, la tragedia; una tragedia que ya se había vuelto a colar en sus vidas para participar también de la cosecha de los frutos carmesíes, aunque ellos permanecieran ajenos.

A unos pocos metros de la finca maldita de los Sánchez, en la cooperativa Alfredo Pérez e Hijos, se encontraba en circunstancias similares a las de Palmirina, el cuerpo inerte de otra joven: era Salobral Pérez, la hija de Alfredo, el hombre más rico de Cabezuela; el hombre que había sabido ganarse, al igual que Luis Sánchez, la enemistad de sus convecinos porque se había llenado los bolsillos a base de prácticas mezquinas.

Soledad. Silencio. Oscuridad. Vacío. Miedo. Pavor. Nada. Nada. Todo es nada. Salobral, la muchacha de los cabellos de zarzamora, la tez de nácar y los ojos oliváceos, pendía desnuda de la viga central del antiguo secadero de tabaco, hoy utilizado para seleccionar y almacenar las cerezas. La joven, a causa del intempestivo viento nocturno que se colaba por los infinitos recovecos de los destartalados ventanales, parecía una marioneta que deambulaba sin rumbo de acá para allá y se golpeaba, sin tregua alguna, en las paredes. Sus ojos, ya a punto de cerrarse, todavía se resistían a abandonar este mundo, quizá con la esperanza puesta en que algún cabezoleño fuera capaz de vislumbrar en ellos la imagen del tipo que acababa de asesinarla; quizá todavía sus pupilas arrojaran un resquicio de luz para esclarecer su muerte y la de Palmirina. Sus labios, abultados por algún golpe certero, simulaban dos grosellas a punto de explotar y por ellos transitaban dos filos de sangre, aún calientes, que morían en su pecho a la altura de su corazón y de otro justo al lado del mismo, que llevaba grabadas las letras Tú y yo, Tú y yo, Tú y yo…

María y Luis

Estoy en un aparcamiento de Plaza de España cuando le digo a mi marido que no quiero seguir casada con él y, en escasas milésimas de segundo, justo antes de su respuesta, empiezo a montarme mi particular película mental; pienso que Luis me pedirá por activa y por pasiva que continuemos juntos; pienso que me repetirá hasta la saciedad, con gestos nerviosos y palabras descompasadas, que no me deje llevar por meros arrebatos carentes de sentido; pienso que me suplicará que recapacite, pues juntos estamos en este barco y juntos debemos mantenerlo a flote. Pero, ¿cómo se puede evitar que naufrague un matrimonio que navega a la deriva durante más de una década?

Sí, no tengo ni la más mínima duda acerca de la inminente respuesta de mi marido. Sí, seguro que va a decirme: “María, sigo enamorado de ti, no quiero que te marches de mi lado, eres la mujer de mi vida”. Sí, seguro que expresa todo eso mientras lucha por impedir que se le escapen algunas lágrimas furtivas.

Y yo, ¿qué podré hacer ante un drama de semejantes características? ¿Yo? Pues nada, permanecer firme e impasible como si la cosa no fuera conmigo, porque la decisión ya está tomada. Mira que me está costando poner este punto y aparte a mi vida, pero es que no lo soporto ni un segundo más. Me he convertido en una pobre infeliz, que camina sin voluntad y que solo tiene por compañeros de viaje al tedio y a la desesperación. Y no, ya me he cansado de seguir así.

Sí, parece que se acerca la hora en la que voy a saborear la verdadera felicidad; sí, ya llega ese preciado instante en el que María Hernández va a encontrar el camino de baldosas amarillas hacia su particular Mundo de Oz. Estoy harta, harta de mi pasado, harta de haber sido la sirvienta de mi marido y de mis hijos. ¡Menudos son nuestros retoños! Cuando me han necesitado, han exprimido cada resquicio de mi ser ¿y ahora? Ahora me han abandonado como a una sucia colilla apestosa. Claro, con sus carreras meteóricas ya tienen suficiente y su papi del alma, pues tres cuartos de lo mismo: él, su fortuna, su golf, sus amigos y llevarme muy de vez en cuando de compras, constituyen su universo. Antes, al menos, me regalaba flores y centenares de sonrisas, pero de eso ha pasado muchísimo tiempo. Ay, ¡cuánto echo de menos esos detalles! Ay, ¡cuánto echo de menos aquellos tiempos!

De repente, vuelvo a la realidad, pues Luis se dirige a mí con una insistente llamada de atención. Claro, ha llegado su turno, el turno de pedirme que siga con él a pesar del deterioro de nuestro matrimonio. Yo no reacciono a la primera, prefiero continuar en mi pequeño mundo de ensoñaciones, pero él insiste “¡María!, ¡María!, ¿me oyes?” No me queda más remedio que atender a su reclamo, que tiene toda la pinta de extenderse un rato largo, pues cuando Luis habla es que habla de verdad.

Entonces, no sé por qué extraño motivo, soy incapaz de mirarle a los ojos y, por eso, prefiero fijar mi atención en el segundero de mi reloj; paso del tema hasta que pronuncia “me parece fantástico; es lo mejor para los dos; yo tampoco quiero seguir casado contigo, ya no estoy enamorado”. Y, acto seguido, me siento como en el borde de un precipicio, a punto de entrar en colapso, ya que jamás habría imaginado, ni por un instante, que mi todavía marido me respondiera de tal forma; no, yo esperaba su súplica infinita y su cúmulo de lágrimas furtivas, pero no, está pletórico, tranquilo y sosegado, en paz. Y no, eso no puede ser, no, no, no…

Luis ahora me pide que tome la palabra, pero no puedo hacerlo; parece que mis sentidos se paralizan, que mi cuerpo ya no me pertenece y que mi alma lucha también por escapar de su prisión. No, no sé qué me sucede; no, no me reconozco en absoluto. Y, de inmediato, deambula por mi mente un manojo de pensamientos desordenados: Luis, María, matrimonio, hijos, felicidad, tedio, amigos, desesperación, baldosas amarillas…Y me empiezo a asustar, me asusto muchísimo, me asusto de veras. Pero, ¿qué me pasa?, ¿por qué no me siento liberada?, ¿por qué no soy capaz de ser feliz?, ¿por qué me estoy volviendo como el perro del hortelano que ni come ni deja comer?, ¿por qué soy incapaz de aceptar su reacción? ¿Acaso no era eso lo que deseaba con todas mis fuerzas? ¿Acaso no he provocado yo esta situación? ¿Acaso es mi orgullo el que me hace reaccionar de esta manera? Pero, ¿por qué estoy así? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

Poco a poco, dejo incluso de notar la presencia de mi marido, ya ni siquiera sé si me sigue hablando, si permanece a mi lado o si ha preferido marcharse para comenzar con su nueva vida; no, ya no escucho nada del exterior salvo un leve musitar de sirenas, que cada vez parece más próximo; no, ya no sé nada; no, ya no sé; no, ya no; no, ya… ¡No!

Porque una ocasión tan especial lo merece todo

Este relato fue creado con motivo del cumpleaños de una gran amiga de la familia y, bueno, como ella ya lo tiene en su poder, creo que ha llegado el momento de que se quede a vivir para siempre en mi pequeño universo, que también es el vuestro. Buena lectura y mañana más y mejor.

****

Amanecía un nuevo día en el Reino de los Cuentos. Sol Solis, Luna Lunera y Mariquita Pizpireta iban muy felices y engalanados ¿A qué se debería? ¿Sería por una ocasión especial? Quizá. De momento, para saberlo, no queda más remedio que esperar.

Mientras ellos caminaban, el resto de habitantes del lugar no paraban de murmurar; el Ruiseñor, la Petunia, la princesa Margarita y el Sapo Azul – Grisáceo querían saber el motivo ya y su impaciencia apenas les permitía tener un momento de sosiego.

Así, el Ruiseñor fue el primero en opinar y, tras mucho pensar, consideró que andaban así para darle la bienvenida a doña Primavera pero no, no acertó, pues hacía tiempo que esta señora tan florida había llegado.

Después siguió la Petunia altiva, que pensó que se encontraban de esa manera para contemplar su gran belleza, pero no, no, tampoco acertó, ya que los tres pasaron de largo sin hacerle el más mínimo ademán.

Acto seguido, la princesa Margarita creyó dar con la respuesta y es que a su boda con el príncipe Florián fueron de una manera un tanto similar pero no, se equivocó aunque casi, casi rozó con la punta de los dedos la solución.

Y sí, queridos amigos, en verdad, Sol, Luna y Mariquita Pizpireta iban a celebrar una ocasión especial, genial porque era…

-¿Qué? ¿Dónde vais? ¿No os podría acompañar- Interrumpió la narración el Sapo Azul-Grisáceo.

Entonces, el engreído Solis le respondió: Señor Sapo, ¿acaso yo, el Astro Rey, se lo debería contar? Considero que, en este caso, no le he de responder. Además, no nos entretenga, que vamos con el tiempo justo ¡Qué cosa extraña es el tiempo!

Y el Sapito se quedó tan perplejo que no fue capaz de contestar.

A continuación, intervino la Cascabelera diciendo así: Comparto lo que ha comentado el Sol y es que tampoco creo que tenga que ser sabedor de todo lo que acontece en este lado y al otro de nuestro precioso Reino de los Cuentos.

El Sapo, de nuevo, no se atrevió a responder y, ya, cuando se retiraba derrotado, Mariquita Pizpireta, el insectito más aventurero del reino, su Pizpireta del alma, le habló: Querido amigo, enjúgate ese torrente de lágrimas furtivas, no dejes que sigan cayendo por tu rugoso rostro, no permitas que se agolpen sin cesar; por favor, no llores más; permanece tranquilo, no te marches, que yo sí te voy a explicar la situación. Y, por supuesto, si quieres, podrás venirte con nosotros quieran el Sol y la Luna o no.

Entonces, Mariquita bastante enfadada, se dirigió  a los dos: Vamos a ver, ¿pero se puede saber qué es lo que os pasa? ¿Os está afectando el calor? ¿Por qué extraña razón no se lo podemos explicar? ¿Y por qué decís que no se ha de enterar de todo? ¿Acaso Elena nos ha dicho que su fiesta es privada y que se reserva el derecho de admisión en la entrada?

-¿Quién es Elena, mi querida Pizpireta?- preguntó el anciano Sapo.

-Es una gran amiga de Esther, nuestra creadora, que hoy 5 de junio de 2015 cumple años y nos ha invitado a merendar a su finca de Anchuelo; allí seguro que pasaremos una tarde estupenda en la que no faltarán la risa, los chistes y la diversión sin parangón –respondió el Sol, ya algo menos exaltado.

– Ah, ¡Qué bien suena! ¡Ahora todavía tengo más ganas de ir con vosotros para allá! Por cierto, tengo una pregunta: ¿Por qué vais tan emperifollados?

– ¡Ay! Es muy sencillo, es que ella es muy elegante y, además, la ocasión no se merece menos; sería un error no ir vestidos a la altura de tan estilosa anfitriona- repuso el insectito.

-Jo, entonces, tenéis toda la razón.

– Sí, claro que sí y Elena es aún mejor: divertida, amable, inteligente, hasta sabe hablar muy bien inglés, gran amiga de sus amigos y muy, muy generosa hasta el punto de que no ha dudado en decirnos que podríamos llevar a su fiesta a los amigos que nos encontráramos en el camino –respondió Mariquita Pizpireta. Bueno, Sapito, te animas a venir, ¿no?

–  Por supuesto; me muero de ganas de conocer a Elena; espero que también acabe siendo mi amiga, pues no se conocen a muchas personas así en esta parte ni al otro lado del Umbral de los Sueños.

-Venga, pues vámonos ya –dijeron todos al unísono.

– ¡Fenomenal! ¡Qué contento estoy! Pero me acabo de dar cuenta de un detallito: no llevo un traje que sea adecuado; mi ropa está raída por el paso de los años y tan vieja como yo; al final, me parece que me voy a tener que quedar aquí. Ale, marchaos sin mí, sniff, sniff.

Luna Lunera Cascabelera, que era muy resuelta y valía lo mismo para un roto que para un descosido, dio dos leves silbidos que fueron suficientes para convocar al Hada Madrina Pret a Porter, especialista en alta costura y condecorada con la Aguja Áurea de la Pasarela de las Reinas y las Princesas 2015.

El Hada, de inmediato, empezó su mágica intervención: Uf, uf, pero, ¿qué tenemos aquí? ¿Cómo has podido ir con ese chaleco tan pasado de moda? Por favor, si parece una pieza de museo… Ay, algo tenemos que hacer; no te preocupes, que Hada Madrina obrará el milagro e irás estupendo al cumpleaños de Elena.

Y el Sapo, ante semejante comentario, no pudo hacer otra cosa que ponerse colorado; no fue capaz ni de emitir un ligero “ay”.

-Vaya, vaya, perdona, no era mi intención que pasaras este mal rato; de verdad, que yo hablo mucho, aunque luego nada ¿eh? Que sí, que se me va la fuerza por la boca, ya sabes, no te quise molestar…

– Eso, nada, todavía no has hecho nada más que hablar sin cesar y tenemos mucha prisa –dijo Mariquita un poco impaciente y enfadada.

– Vale, Mariquita Pizpireta, tampoco es para enfadarse, haya paz. Veamos el fantástico look para el Sapito a la voz de “ya”. 3, 2, 1… ¡Ya!

El Sapo Azul-Grisáceo ahora portaba un flamante frac con chaleco y corbata a juego color champagne; lo cierto es que lucía de una manera espectacular.

-¡Galán! ¡Guapo! ¡Vaya estilo! ¡Estás impresionante! ¡Qué elegancia! –Comentaron Luna Lunera y Mariquita Pizpireta.

Y el Sapo, elogiado con tanto piropo, se volvió a sonrojar: Sí, me encuentro fantástico ¡Mil gracias, Hada Madrina! No sé qué habría hecho sin ti y sin mi querida amiga Mariquita Pizpireta.

-Pues, mirad, no creo que sea para tanto; solo lleva un simple frac y yo voy con un smoking tan reluciente que brilla incluso más que mi conjunto de rayos solares.

-Anda, anda, no te nos celes ahora; no seas envidiosillo, querido Sol, porque sabes de sobra que tú siempre vas muy guapetón –respondió la Luna.

-Ejem, ejem, dejemos los celos, los piropos y otras cuestiones de lado, ya que hoy solo nos tiene que importar el cumpleaños. Vayámonos ya, que nos aguarda nuestra querida Elena, no hagamos que se impaciente- dijo Mariquita Pizpireta.

-Sí, tienes razón, Mariquita, pero al habernos entretenido tanto con el Hada Madrina Pret a Porter nos será imposible llegar a la hora señalada –manifestó Luna Lunera.

– Tú siempre tan positiva, Lunita, anda, anda, calla un poco ¿qué es eso de decir que no vamos a llegar? No se hable más; subid a mi rugoso lomo y en un santiamén estaremos en la finca.

Y, en verdad, el Sapo Azul-Grisáceo, que para eso era el más sabio y anciano del lugar, tuvo razón, porque no solo llegaron a la hora sino que incluso lo hicieron antes.

Todos se quedaron estupefactos al apreciar el precioso paraje en el que se hallaba la casa de campo de su querida anfitriona; ahí, esta les estaba esperando con la mejor de sus sonrisas y un flamante vestido con flores de bellos colores y flecos, que danzaban de una manera caprichosa de izquierda a derecha asemejándose al baile de los enamorados en las noches estivales.

El tiempo se les  pasó volando entre risas, canciones, bailes, chistes y diversión a raudales. Ya, cuando despuntó el alba, Luna Lunera se marchó a dormir; Sol Solis empezó su jornada laboral. Y, en último lugar, Mariquita Pizpireta y el Sapo Azul-Grisáceo se despidieron de su gran amiga, dispuestos a empezar una nueva aventura en el País de las Maravillas de Segunda Mano, un reino bastante lejano que necesitaba ser liberado del ogro gruñón No.

Y colorín colorado este cuento ahora sí se ha terminado.

Princesita del Sur

Después de muchísimo tiempo sin pasar por aquí, os dejo un relato que realicé para una pequeña princesa del sur. Ahora que ya está a buen recaudo y sus destinatarios me dieron permiso para publicarlo, es el momento de que sea mostrado al mundo. Buena lectura.

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      Siempre había pensado que las princesas de sueños de fresa solo podían encontrarse en el Reino de los Cuentos, en palacios de algodón de azúcar, rodeados de bosques con pinos pirulí y lagos de chocolate con leche.

         Lo cierto es que estaba equivocada, muy equivocada, equivocadísima y para darme cuenta de mi error me bastó mirar lo que había a mi alrededor.

Y es que, más allá de las fronteras de ese mágico reino, en todo el mundo, en los cinco continentes, en Europa, sin ir más lejos, en el sur de España… ¡Tachán! ¡Tachán! Venga, un redoble de tambores inmenso: ¿Dónde creéis que reside esta princesa tan especial? ¡Vamos! ¡Pensad un poco, no dejéis que os afecte el calor! 3, 2, 1 y… 0 ¿Málaga? ¿He oído Málaga? Eso es, fenomenal. Pues allí, en esa bella tierra, la preciosa Mencía vino al mundo hace cinco años para llenar de dicha las almas y los corazones de sus abuelos, tíos, primos y, sobre todo, de sus papás: Elena, la reina luchadora que le ha ganado una ardua batalla a un poderoso dragón y Marcos, el rey que piensa en su pequeña mientras sortea en el mar olas de plata y azul.

Ella no necesita cubrirse con sábanas de satén rematadas con hilo de oro en las noches de frío para tener dulces sueños, pues le sirven unas con motivos de Peppa Pig y estar al abrigo de sus papás.

Tampoco precisa muebles del más puro marfil para estar contenta ni  quiere las montañas o las sendas perdidas para pasar ratos excelentes de diversión, ya que es mucho más feliz  en su querida playa en la que construye grandes castillos de arena sobre los que proyecta, de puntillas, sin ser consciente aún, los sueños de un futuro mejor para los suyos en el que reinen la salud, la alegría y el amor.

Mencía, Mencía, chiquitina, princesa de la alegría, sigue soñando, jugando, cantando, disfrutando y aportando la máxima felicidad a cuantos tienes a tu alrededor, porque con personitas como tú todavía los mayores permaneceremos con el anhelo de un mañana de ilusión.

Lorian, el cuidador del museo

Aquí os dejo otro relato que se ha vuelto a alejar de la senda de la literatura infantil y juvenil. Aviso a lectores: no es apto para personas en estado de tedio, nostalgia o melancolía. Disfrutadlo 🙂

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El cuidador del museo acudió a la cita, apresurado. No había tenido tiempo de arreglarse para la ocasión, pero aquello no era lo más importante, sospechaba que si no acudía en el momento exacto todo podría cambiar y su destino dependía de ello.

Ya por la mañana se había levantado con una extraña sensación. Cuando se miró en el espejo no se reconoció. Algo en él había cambiado, no sabría decir qué. Saludó a su mujer, que parecía no notar nada. Hacía tiempo que sus palabras habían terminado.

Miró el reloj y aceleró el paso. Ya eran casi las diez. El tiempo parecía acortarse mientras que el camino era cada vez más largo, la ecuación espacio-tiempo se había roto, igual que su corazón. Cuando cruzó el umbral el reloj de la catedral daba la última campanada. Respiró aliviado. Suspiró….. Sí, a pesar de todo lo había logrado. Allí estaba puntual en el Bar del Olvido, un paraje nauseabundo que respiraba pensamientos agrios, taciturnos y hastiados de vivir.

El dueño, una silueta enjuta y apenas imperceptible, se pasaba las horas agazapado junto a la barra, como si de un león hambriento se tratara, esperando a sus presas para darles el veneno de la felicidad momentánea; aquella noche, no había muchas: dos, sólo dos, que mantenían una conversación profunda sobre el Madrid– Barça de la jornada anterior.

Lorian no cruzó palabra alguna con ninguno y ellos tampoco fueron capaces de dirigirle un simple hola de cortesía, así que se quedó callado en una esquina a la espera de su visita especial. Dieron las doce, la una, las dos, las tres y, por primera vez desde que llegó a aquel agujero, una voz de ultratumba le informó de que debía marcharse, pues había llegado la hora de cerrar.

Las dos presas salieron juntas y ni siquiera se despidieron; tomaron direcciones opuestas y se fundieron con el ambiente.

El cuidador del museo se resignó y no le quedó más remedio que marcharse también ¡No podía creer que aquella persona misteriosa, la fuente de su necesaria mejora, no hubiera hecho acto de presencia! ¡No, no podía ser pero… fue!

Fuera, el panorama era todavía más espantoso que en el interior: una neblina de mil demonios había cubierto la ciudad de Madrid. A pesar de todo, Lorian no perdía la esperanza de encontrarse de una manera fortuita con su salvación. Caminó en dirección a casa, como un fantasma, con leves pasos envenenados por recuerdos amargos, sueños rotos y deseos malogrados: estudió Bellas Artes para terminar como un mero vigilante de sala; se casó con Claire porque era su amiga de siempre y, al final, se cogieron cariño pero, jamás, estuvo enamorado de ella; la pareja decidió tener hijos porque todos sus amigos había sido padres y, fruto de una noche de sucedáneo de amor, nacieron los trillizos Joel, Jim y Joss.

Su vida había sido una auténtica farsa sinsentido, pero jamás tuvo el coraje de cambiarla hasta ese día. ¡Ay, ese día! ¡Esa extraña noche!

El silencio, de pronto, quedó sesgado por una voz ensordecedora, que repetía de forma intermitente su nombre: ¡Lorian! ¡Lorian! ¡Lorian! Y éste no tardó en preguntar con un hilo de voz: ¿Quién eres? ¿Qué vienes a buscar aquí? ¿Qué quieres de mí? Déjame, por favor, no me hagas daño. Si vienes a robarme, llévate todo lo que te plazca, pero déjame; soy un pobre cuidador de museo y mi mujer y mis hijos me necesitan, por favor, por favor, por…

La voz enigmática interrumpió sus palabras para empezar su intervención: ¿A qué viene tanta explicación? Yo te conozco mucho más de lo que quisieras. Podías haberte ahorrado esa palabrería vana. Lo sé todo de ti desde que naciste o incluso antes y que hoy habías salido del museo con la esperanza de cambiar tu destino para siempre, pero ¡Oh no! ¡Los astros se han confabulado en tu contra para que tu cita nunca apareciera! ¡No! ¡No apareció! ¿Y ahora? ¿Qué harás? ¿Seguirás desarrollando el mismo papel mediocre como acostumbras? ¡Mediocre! ¡Eres mediocre, Lorian! ¡Un mediocre! ¡Una mediocridad de espanto!

—Por favor, pare, no aguanto más sus atronadoras palabras; si sigue por esa senda, me hará enloquecer. Déjeme, me está asustando, de verdad, no me haga daño, déjeme. Sólo quiero volver con mi familia.

—Claro, claro, justo ahora, quieres ir con esos a los que jamás has querido de verdad pero ¿por qué? ¿De qué te serviría? Y, ¿de qué les valdrá a ellos? ¿Por qué no tienes el valor de tirar por la borda tu inútil pantomima? Quizá te haya servido con esas pobres criaturas infelices venidas a menos pero conmigo es distinto, muy distinto. Yo estoy por encima de eso ¿sabes? Tú no me conoces, o bueno, sí, has hablado de mí en alguna ocasión, aunque pronto me has olvidado ¡pobre infeliz! Olvidarme a mí…

—No, no, no… no siga, por favor; seguro que se ha equivocado… no tengo dinero… soy un pobre hombre… por favor, no, no, no… —Lorian, inundado por el pánico no era capaz de ordenar sus pensamientos que navegaban atropellados por los senderos más recónditos de su alma.

—Por mucho que implores, voy a seguir, así que calla ya ¿Me has oído? ¡Ya! ¡Bien! ¡Parece que lo he conseguido! Continúo, pues. Siempre te he seguido muy de cerca, por ejemplo, cuando casi falleces en el incendio del museo hace una década o cuando te adentraste tanto en el mar que estuviste a punto de morir ahogado en tus pensamientos; allí estuve tentado de hacer de las mías y llevarte conmigo pero, al final, conté hasta diez, me detuve y te concedí otra serie de oportunidades, aunque ha sido en vano; no has valorado nada de lo que te rodea y vas a peor: vives o finges vivir, te mueves por instintos inertes y todo te resulta nimio. ¿Por qué? Por nada, ínfimo cuidador de nada ¿Qué vas a custodiar si ni si quiera eres capaz de salvaguardar tu alma ni la de los tuyos? ¿Cuál es la lógica de tu presencia en este mundo? Dime, ¿cuál es esa lógica ilógica?

—De verdad, ya he tenido bastante, ya he aprendido la lección; quiero cambiar, sí, cambiaré. Dejaré a Claire, aunque se le parta el corazón en miles de pedazos imposibles de reconstruir; intentaré querer a mis hijos, lo prometo y buscaré otro trabajo que me haga sentirme mejor, pero déjame, te lo imploro, déjame. Además, ¿por qué no alcanzo a ver tu rostro? ¿Por qué te escondes entre la niebla?

—Ya es tarde, ya es demasiado tarde, la decisión está tomada. ¿Mi rostro? Ja, ja ja, ja ¿quieres verlo? ¿Verdaderamente lo deseas? Yo que tú me lo pensaba un poco o bueno, vamos allá; tuviste demasiado tiempo para mejorar y no lo has hecho, así que…

Y, cuando el siniestro personaje se giró en dirección a la única farola furtiva que quedaba iluminada, entonces el cuidador se apagó para siempre al contemplar en aquel su propio rostro. La muerte, su anfitriona aquella noche y compañera infatigable durante sus cuarenta inviernos ruinosos, le sobrevino por sorpresa y, desde luego, cambió su destino para siempre, vaya que si lo cambió ¿Motivo? ¿Culpa? Terminar con una vida de tedio absoluto que no conducía a ninguna parte más que a un sufrimiento impracticable, a una abulia existencial imposible, a un nihilismo radical a nada, a nada, a nada.

Lucero All Star

Mi primera «incursión» en el maravilloso mundo del Periodismo; en realidad es un relato – entrevista con un personaje muy especial: un unicornio frívolo, divo y con un ego enorme. Creo que las risas están aseguradas. El escrito me sirvió para practicar el diálogo.

Reino Maravilla, 24 de noviembre de 2014

Un unicornio de apenas 24 años consigue convertirse en la estrella revelación del momento con su single “Soy un divo, oh sí”, tras haber ganado el talent show Operación Fantasía. “Estrellas de hoy” ha podido hablar con él y esto es lo que nos ha contado. Redacción: Pepi de Colores.

“Poseo una gran facilidad para la canción y provengo de una familia de artistas”

—¿Le fue muy difícil ganar el concurso?
—Para nada, fue pan comido, ya que poseo una gran facilidad para la canción y, además, provengo de una familia de artistas: mi padre es cantaor de flamenco y mi madre es bailaora.
—Ah, interesante. Ya veo, ya. Entonces, ¿podemos decir que de casta le viene al unicornio?
—¡Eso es! Yo no lo podría haber definido mejor ¿seguimos?
—Sí, claro, faltaría más, no se me impaciente. ¿Cree que, además de ese don, hay algo más que ha tenido que ver con su triunfo?
—Por supuesto. Se me olvidó comentarle que brillo en la oscuridad, tengo luz propia ¿sabe? Soy una estrella con mayúsculas, la cámara me quiere, el público me adora y es que arraso por donde paso, oh yeah.
—Perfecto ¿y qué me dice de su característica pajarita verde con lentejuelas relucientes?

—Ejem, veo que los de su gremio se percatan hasta del más mínimo detalle. Usted es un paparazzi en toda regla. Le cuento: es mi pajarita fetiche, me la regaló mi abuela materna cuando comencé a hacer bolos con mi banda “Unicornio y tú” y, desde ese momento, no me ha le quitado para actuar.
—Hablando de la banda, ¿qué ha sido de ella? ¿por qué decidió dedicarse a cantar en solitario?
—En fin, fue una etapa bonita a la vez que difícil. Al principio todo parecía un camino de rosas, pero cuando llegó la crisis y nos dejaron de llamar, vinieron los problemas. Además, mi corista, que en aquella época era mi pareja, se fue con el unicornio batería.
—¿Lo pasó muy mal?
—Sí, bueno, no se crea. A mí ella tampoco me gustaba tanto, no era ni mucho menos el amor de mi vida, pero ya tenía bastante con mi precioso cuerno de nacimiento como para que me colocaran otros dos de golpe. Fue más un tema de orgullo que otra cosa y decidí terminar con el grupo, sólo eso.
—Cambiemos de tercio ¿le parece?
—Usted dirá.
—Ahora que está en plena gira ¿tiene alguna manía confesable o un objeto que nunca puede faltar en su camerino?
—Tanto como objeto no, aunque no soy capaz de lanzarme a cantar si antes no he disfrutado de un plato de grosellas de primera calidad y de un cuenco de chucherías surtidas. Confieso que soy adicto al dulce, es mi debilidad. Y, en cuanto a la manía… La verdad es que soy bastante normal ¿no cree? Bueno, me gusta estar solo durante una hora para así poder dar luego lo mejor de mí, necesito concentrarme al máximo.
—Estupendo ¿me podría decir qué planes tiene para el futuro inmediato?
—De momento, seguir con la gira y después grabar un disco de duetos con los unicornios más punteros del panorama musical actual. También me he planteado trabajar con humanos, aunque todo se andará; son sólo proyectos.
—Un consejo para los jóvenes como usted que quieren hacerse un hueco en este mundo.
—Que estudien, que se formen, que sean ellos mismos y que perseveren, pues aunque se cierren algunas puertas, seguro que se abren otras tantas ventanas.
—Pues hasta aquí la entrevista Lucero All Star, muchas gracias por su amabilidad, ha sido un verdadero placer. Espero que nos volvamos a encontrar.
—Gracias a usted por su tiempo, me he sentido como en casa. Os espero a todos en las mejores pistas de baile, oh yeah.