“¡Papá! ¡Papá! ¿Falta mucho?”. Solía repetirle aquellas palabras a mi padre, sin cesar, hasta que me respondía en un tono que rozaba el aburrimiento “No, Esther, estate tranquila, que ya casi llegamos, venga, no te pongas nerviosa”. Volver a Budia cada verano, al corazón de la Alcarria, a casa de mis abuelos maternos Vicente y Fidela para mí siempre constituía un motivo de júbilo absoluto: compartir confidencias con mi abuela, dejar que mi abuelo me hablara con los silencios y me dibujara cada día el mismo jilguero, dar largos paseos hacia la Ermita de Santa Ana o merendar en el poyo un bocadillo de pan con chocolate Nestlé extrafino, constituían todo mi pequeño universo.
Ahora, después de aquellos maravillosos años y, tras el viaje que mis queridos abuelos emprendieron hace más de una década para no regresar, he decidido volver con mi marido Fer a esta tierra que tantas alegrías me ha dado. Sí, aunque cueste creerlo, la fuerte melancolía me ha impedido durante este tiempo reencontrarme con la Esther pequeñita, que habita encerrada entre los muros de Villa Poli, la casa de mis abuelos y la que había sido en tiempos de la Guerra Civil la panadería de mis bisabuelos maternos Policarpo y Faustina.
Fer me mira, me lanza una sonrisa efervescente y yo se la devuelvo al instante, aunque prefiero mantenerme en calma, sosegada, callada para intentar disfrutar de cada una de las estampas que me ofrece el recorrido. Alcampo, el centro comercial Cuadernillos, la fábrica de aperitivos Flaper y la de Mahou, que mantienen una batalla campal por ver cuál de las dos es la que expulsa los vapores más negruzcos y contaminantes, se van quedando atrás, pero a mí no me da ninguna pena. Al contrario, necesito escapar del mundanal ruido, aunque sea por unos días. Fer, yo, el silencio y el paisaje lo constituyen todo para mí en este instante de felicidad.
¡Anda! El toro de Osborne en el mismo sitio de siempre. Justo, ya estamos en Guadalajara y mi estómago lo sabe a ciencia cierta, un ejército de hormigas entusiastas comienza a recorrerlo con pasos vertiginosos para quedarse ahí. Y mi corazón, ¿qué puedo decir de él? Empieza a latir desmesurado mientras intenta salirse de mi cuerpo, me golpea con fuerza y… Vale, lo reconozco, estoy nerviosa, muy nerviosa, completamente nerviosa, soy un puñado de nervios anhelantes de recuerdos, ¿y qué? ¿Acaso otra persona en una situación semejante no se encontraría así? Nerviosa, sí, y un poco mareada, también. Las dichosas curvas de Tendilla siempre me han traído por el camino de la amargura y mi madre, una previsora nata, que me conoce más que yo misma, siempre llevaba preparado el kit de emergencia al lado de su asiento: una bolsa de plástico de Simago, unas toallitas de bebé para quitarme los restos del desayuno y unos chicles Boomer de fresa ácida para eliminar aquel trago amargo. No había ni una sola vez que no tuviera que echar mano de aquello.
Es curioso pero, ahora, aguanto de una manera estoica mis ganas de echar hasta la primera papilla aunque mi cuerpo, que es un chivato de los grandes, se encarga de hacer saltar todas las alarmas. Mi tez pasa de un tono sonrosado de amapola a un blanco nuclear y mi marido, que también me conoce bastante, me sugiere que paremos, pero yo le digo que estoy bien, que es cuestión de minutos, que con bajar la ventanilla es más que suficiente. Así, el aire majestuoso y embriagador de la Alcarria comienza a colarse por cada uno de los recovecos de nuestro recién estrenado Opel Vectra y me trae, de nuevo, a la vida para permitirme que siga disfrutando del viaje: campos áureos de trigo y cebada, que me dicen adiós entre titubeos, colonias de girasoles que bailan acompasados una danza armoniosa que parece hecha para mí, gorriones que con su ligero trinar se encargan de poner banda sonora a nuestro camino, conejos extraviados que nos provocan más de un susto o mosquitos despistados que chocan enérgicos contra los vidrios del vehículo.
Parece que todo es nuevo, pero sigue igual que antaño. Nuevos son mis ojos, nueva es mi forma de ver el mundo, nueva es la alegría que me embarga y que me permite disfrutar de cada mínimo detalle. Nuevo es regresar a una parte de mi alma con mi marido. Nuevo es encontrarme contigo, Budia. Nuevo es todo, todo es nuevo. Incluso el desvío de la gasolinera del Berral parece distinto, pero no, esos destartalados surtidores continúan impertérritos y su pequeño restaurante también se resiste al cambio y sigue manteniendo los precios del menú en pesetas.
¿El Berral? ¿He dicho el Berral? ¡Vaya! Diez kilómetros de nada dispuestos en línea recta y ya estamos en casa. ¿Diez? Uy, pero si ya son ocho y ahora cinco ¡Qué rápido está sucediendo todo! ¡Vaya! Al fondo, en lo alto de un pequeño monte, mis ojos refulgentes alcanzan a divisar la Ermita de Nuestra Señora del Peral de Dulzura, aquella a la que la abuela le tenía tanta devoción; aquella a la que le pedía por cada uno de nosotros; aquella a la que le dijo que, si no se encontraba demasiado bien en este mundo de locos, se la llevara a la Casa del Padre y parece que le hizo caso. Adiós, Virgen del Peral, adiós; quizá pronto te hagamos una visita.
Y, ya, a nuestra derecha, la desvencijada Fábrica de Harinas, que llora su suerte, aquella que dio de comer a la mayoría de las familias del pueblo y que se fue a la quiebra por la mala gestión de sus propietarios, también se queda atrás. Adiós, adiós.
Sí, ahora sí, el corazón y ese ejército de hormigas, se mueven más impetuosos si cabe; ellos saben, tan bien como yo, que nos acabamos de topar con Villa Poli para pasar unos días de pan con chocolate, conversaciones cargadas de complicidad en el silencio o embriagarme del perfume de los recuerdos de mi niñez. Sí, mi querida Budia, por fin nos encontramos; aquí tienes a tu hija pródiga, no tengas en cuenta la promesa incumplida de regresar cada verano; no tengas en cuenta ese abandono temporal; no, de verdad, no lo tengas en cuenta, no, por favor, no, que la melancolía me ha mantenido atada hasta hoy.
Hola Esther… ya te he cotilleado el blog. T comento en este relato porque es el q mas me ha gustado, quizas por sentirme tambien algo alcarreño. T seguire leyendo. Bsos.
Gracias, Javi. Es que la Alcarria tiene un color especial, un magnetismo difícil de explicar. Un abrazote 🙂